En
el momento en que esto escribo, la ampolleta de Livermore aún funciona:
la puedes ver en directo en Internet. ¿Y ahí? Muy simple: Se trata de
una ampolleta de la Compañía de Bomberos de Livermore (California),
instalada en el año 1901, y fabricada a fines del siglo XIX. La
ampolleta más famosa del mundo, algo así como Camilo Escalona, con la
diferencia que la de Livermore alumbra.
Ya
en el siglo XIX las técnicas industriales permitían fabricar ampolletas
cuya vida útil superaba la esperanza de vida del ser humano. Luego, a
partir de 1918, refrigeradores que eran heredados por los hijos, en
perfecto estado de funcionamiento. En Chile les llamábamos “Frigidaire”,
marca que eligió William “Billy” Crapo Durant, financista yanqui de
origen francés que fundó General Motors en 1908. General
Motors-Frigidaire fabricaba todo tipo de equipos electrodomésticos, una
de cuyas características principales era su interminable vida útil.
No
me atrevo a jurarlo, pero apostaría a que fue un economista liberal el
que se dio cuenta que fabricar equipos duraderos era malo para los
negocios. “No hay que ser weón”, debe haber pensado, “si fabricamos
quincallería que se rompe al cabo de un par de años… ¡hacemos otra
venta!”
Brillante
idea prontamente puesta en práctica, entre otros por un cartel llamado
“Phoebus”, integrado por Philips, Osram y General Electric. De ahí en
adelante se chivó todo: las ampolletas comenzaron a “quemarse”, los
refrigeradores a calentar, los televisores a mostrar pantallas negras, y
Windows a bloquearse.
A
esta inigualable demostración del ingenio humano, comparable sólo al
crédito al consumo y a la publicidad que te convence de comprar huevadas
inútiles, le dieron el nombre un pelín bárbaro de “obsolescencia
programada”. Eso significa que cuando se diseña un producto, una
exigencia fundamental que deben tener en cuenta los ingenieros es su
avería ineluctable al cabo de dos o tres años. Para eliminar el recurso
de la reparación las empresas no fabrican ni suministran repuestos.
La
electrónica de “componentes montados en superficie” abarata costos,
miniaturiza el producto, elimina mano de obra, y tiene la ventaja de ser
irreparable: si tu televisor, tu ordenata o tu teléfono celular te
hacen un dedo de honor desde sus pantallas… no te queda otra que
tirarlos a la basura y comprar otro.
El
filósofo francés Jean-Claude Michéa dice que el capitalismo se pasa por
las amígdalas del sur el “valor de uso”, o sea la utilidad real de las
cosas, y consagra el “valor de cambio” –el precio de venta– en el altar
de la destrucción de la Naturaleza. Si no le crees, mira ver cuantos
teléfonos celulares obsoletos duermen en tus cajones (dije “cajones”), y
cuantos cables de alimentación y recarga –perfectamente incompatibles–
se acumulan en tus bolsillos, armarios y roperos, en la esperanza ¡Oh
cuán vana! que vuelvan a servir algún día.
La
relación entre el Hombre y la Naturaleza ha sido pervertida. El ser
humano es considerado sólo en su dimensión de consumidor de boludeces,
de las cuales sólo una porción muy reducida tiene una utilidad real. En
su empeño declarado por extender el ámbito de lo mercantil, el
capitalismo no tiene límites. Según Friedrich Hayek –ese neonazi que
admira Eugenio Tironi– se trata de “producir, vender y comprar todo lo
que es susceptible de ser producido o vendido”.
Toda
pretensión de limitar ese “derecho” en nombre de una opción moral,
política o religiosa, equivale a destruir los fundamentos del libre
mercado. Libre mercado en nombre del cual se abren escuelas de
prostitución en el sur de España: una capacitación destinada a
permitirles obtener la mejor rentabilidad de la explotación racional de
sus competencias y habilidades. En Brasil, en previsión de la Copa del
Mundo de fútbol, se organizan curso de inglés para prostitutas, con el
generoso objetivo de facilitarles el trato con los turistas y otros
clientes extranjeros. ¿Quién dijo que el capitalismo abandona la
Educación?
El
libre mercado condujo a la adoración del crecimiento indefinido, en pos
de la acumulación de riquezas inimaginables en manos de un puñado de
privilegiados, al precio de destruir el planeta.
Hoy
tuve la ocasión de observar un artesano que fabrica zapatos y botas a
la medida. Hechas a mano. Cuando le preguntan cuanto dura el calzado que
fabrica, levanta su mirada y sin soltar la lezna con la que cose suelas
responde: “20 a 30 años…” Me digo que en una de esas me compro un par
que haga juego con un reloj pulsera del siglo XIX, que aún conserva su
admirable precisión. Sólo tengo que darle cuerda…
Luis Casado
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