La corrupción está creciendo y puede aumentar.
De acuerdo al
último Barómetro Global de la
Corrupción de Transparencia Internacional (TI) 2013, el 61 %
de la población chilena cree que los últimos dos años los niveles de corrupción
han aumentado, mientras que en el 2010 esta cifra llegaba al 51 %. Este año el
76 % asegura que la corrupción en el sector público es un problema y el 63 %
cree que las acciones del Gobierno para luchar contra la corrupción son
inefectivas.
Esta última cifra llegaba a solo el 33 % en el 2010.
Sin ir más
lejos, una pregunta similar en la última Adimark de Junio revela que el 66 %
desaprueba la forma en la que el Gobierno maneja la “corrupción en los
organismos del Estado”. La población se siente amenazada por la corrupción,
pero por sobre todo, siente que el Estado es incapaz de solucionar el problema.
Lo que necesitamos son reglas del juego
y mecanismos que permitan la entrada de aire a nuestras instituciones.
Iniciativas y mayores espacios de participación ciudadana, descentralización,
regulación a lobby, empoderamiento a trabajadores, reducción del poder del
ejecutivo, mayor acceso a la educación como forma de empoderamiento humano,
pero por sobre todo nuevos mecanismos de fiscalización mas allá de los pocos
que se le otorgan al Congreso.
Corrupción es básicamente el abuso de
poder para buscar beneficios personales. Esta percepción se debe en gran parte
a los estallidos sociales, a las masivas marchas, al descontento generalizado,
pero por sobre todo a una sociedad que evolucionó desde una victimización
silenciosa donde reclamar estaba prácticamente penado, a una sociedad donde
está permitido reclamar, alzar la voz y desnudar la injusticia junto con el
abuso. Mientras en Argentina los usuarios del transporte público protestaban
por la precariedad del sistema, en Chile las personas solo cerraban la boca,
apretujados y humillados, preferían callar. La sensación de abuso ha
generado también una sensación de corrupción.
Pero el silencio se transformó en demandas. La seguidilla de abusos cometidos por las grandes empresas, el Estado y las fuerzas de seguridad, la ineficiencia con que muchas políticas públicas han sido ejecutadas, junto con un sistema judicial que se sigue burlando de los más débiles y tratando con alfombra roja a los verdaderos delincuentes, forzó a la sociedad chilena a despertar de una profunda sobredosis. Quienes marchan y gritan, estudiantes, trabajadores, enfermos y hasta usuarios de drogas; son responsables de este nuevo despertar.
Pero el estallido del descontento no ha sido suficiente. Los
empresarios de la educación continúan enriqueciéndose a costa de los sueños de
miles de familias, los responsables de colusiones tan aberrantes como la de las
farmacias son enviados a “clases de ética empresarial”, los poderíos económicos
violan indiscriminadamente los recursos naturales de Chile como si que se
tratara de su fundo privado, mientras que trabajadores y quienes menos tienen
continúan pagando comparativamente más impuestos que los más ricos, teniendo
menos acceso a educación y salud, logrando que la desigualdad se siga replicando
y ellos sean meros espectadores.
Lo que necesitamos son reglas del juego y mecanismos que
permitan la entrada de aire a nuestras instituciones. Iniciativas y mayores
espacios de participación ciudadana, descentralización, regulación a lobby,
empoderar a los trabajadores, reducción del poder del ejecutivo, mayor acceso a
la educación como forma de empoderamiento humano, pero por sobre todo nuevos
mecanismos de fiscalización mas allá de los pocos que se le otorgan al
Congreso. Urgen reformas a leyes puntuales que van desde nuestra ley de drogas
a la anti terrorista, que al ser usadas como herramienta de control social
logran aislar, subyugar y negar poder a los más débiles.
La ciudadanía
percibe altos niveles de corrupción, principalmente porque se siente
desprotegida y una victima constante del abuso. Mientras estos cambios no
lleguen, la percepción puede transformarse en realidad y ahí, estaremos ya con
el agua hasta el cuello.
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