Manuel Riesco Larraín, Parto de un siglo. Una mirada al mundo desde la izquierda de América Latina, Editorial USACH, junio 2012, 447 pp.
Hace poco más de un año, el sello editorial de la Universidad de Santiago de Chile dio a conocer Parto de un siglo. Una mirada al mundo desde la izquierda de América Latina,
escrito por el ingeniero marxista Manuel Riesco. Su libro viene a
resumir o sintetizar ideas y perspectivas que desde hace al menos dos
décadas el autor viene modulando respecto al significado de aspectos
eminentes de la historia política chilena, en especial sobre el sentido
que este pasado tendría en el contexto de la modernidad capitalista
mundial.
De esta suerte, nos enfrentamos a un intento de explicación y
proyección que busca ligar nuestra particularidad con determinadas
tendencias universales, propuesta que no deja de ser interesante y hasta
cierto punto inédita, dado el provincianismo que aqueja a la mayor
parte de nuestra producción académico-intelectual. Este marcado acento
onanista es el que ha determinado la escasa repercusión (por no decir
nula) que este libro ha tenido a nivel de comentarios, reacciones o
notas de recensión. Esto no lo digo con relación a la prensa o la
academia en general, sino respecto de aquellos medios y espacios de
izquierdas de los cuales se esperaría, con algún nivel de interés, algún
pronunciamiento sobre este texto.
Obviamente, podemos estar pecando de
redundancia al decir esto, pues, ni con éste ni con muchos otros libros
existe en nuestro país una cultura de comentario y debate.
(Siga leyendo)
Redactado desde la óptica de la economía
política, esto es, desde una mirada analítica que pone en juego las
características socio-culturales (técnicas) que estarían a la base de
las relaciones de producción en una determinada sociedad o, más
precisamente, en un específico período histórico de tal sociedad, el
autor se esfuerza de manera constante por demostrar lo que a su juicio
es la clave de bóveda del pasado nacional reciente (siglo XX) de América
Latina y del conjunto de la humanidad: el tránsito modernizador de las
estructuras agrario señoriales a las de tipo mercantil capitalistas.
Echando mano a múltiples referencias de historiadores y economistas de
matriz marxista (preferentemente anglosajones), Riesco conceptualiza el
quehacer histórico mundial como tributario de tal movimiento
legaliforme, al punto que aun aquellas manifestaciones que en algún
momento del pasado se supusieron contrarias a su imperio –socialismo
real y socialismo actual- no pueden sino ser entendidas, a la luz de
hoy, como lo que efectivamente eran y siguen siendo: modalidades
estatistas del citado curso modernizador de paso del tradicionalismo de
base agraria a estructuras urbano-capitalistas. Así concebidas las
cosas, la hipótesis dispone de una vocación temporal y ontológica
totalizante, pues no solo permitiría proponer una comprensión para la
superación de la confusión y ruina de la promesa socialista quebrada a
fines del siglo pasado, sino, mejor aún, restituir el historicismo
hegeliano-marxista asentado en la escatología que hace de los actos
humanos signos necesarios de un fin inscrito en su propia lógica
finalística o teleológica.
Dejemos que sea el propio autor quien nos
grafique el punto:
El súbito término de los regímenes
comunistas, seguido por la emergencia de gigantescas potencias
económicas que están socavando en forma acelerada la hegemonía de los
hasta ahora llamados países desarrollados, plantea, a una humanidad
atónita, el imperativo de volver a examinar la historia del siglo XX
(…). La comprensión de este fenómeno requiere una conceptualización
nueva acerca de la naturaleza de las revoluciones del siglo pasado.
Hasta ese momento, sus actores y observadores –tanto partidarios como
críticos– en todo el mundo, estuvieron convencidos que representaban lo
que la primera de ellas reclamó ser: la vía de superación del régimen
capitalista. Asimismo, requiere apreciar, en una perspectiva distinta,
el proceso de advenimiento de este último a nivel global. Lejos de
haberse completado en la Revolución Francesa y la Revolución Industrial
inglesa del siglo XIX, aparece hoy recién a medio camino, a nivel
planetario (…). Resolver la paradoja de la culminación de los procesos
iniciados por las revoluciones socialistas del siglo XX en acelerados
tránsitos al capitalismo, implica, necesariamente, ampliar el espacio
teórico delimitado por los conceptos que tradicionalmente se han
manejado al respecto. De lo contrario, no es posible resolver el dilema.
La hipótesis que se plantea en
este libro, es que el carácter de las revoluciones socialistas del
siglo XX no habría sido en realidad anticapitalista. A despecho de los
deseos y programas de sus actores y los temores de sus enemigos.
Tuvieron, en cambio, una naturaleza similar a las revoluciones del siglo
XIX. Esto es, se inscribieron en el proceso de transición de la vieja
sociedad agraria a la modernidad capitalista. Este proceso continúa en
pleno desarrollo a nivel mundial y está alcanzando su clímax al
iniciarse el siglo XXI. Corresponde a lo que Marx denominó acumulación
originaria del capital. Es decir, las transformaciones sociales
requeridas para que el moderno capitalismo pueda funcionar por sus
propios medios, en una región determinada.
Se invita al lector a aceptar
tentativamente esta hipótesis, ya que se intentará mostrar que ésta
permite comprender los principales fenómenos que tienen lugar en la
actualidad, especialmente la emergencia del mundo hasta ayer
subdesarrollado. Asimismo, aprecia la caída de los regímenes socialistas
tanto en su unidad como en su ruptura con los procesos revolucionarios y
de transformación que les antecedieron en esos mismos países.
Posibilita, también, reivindicar su carácter progresista y, [en]
definitiva, exitoso, aunque hayan culminado en la dirección contraria a
la proclamada por ellos. Finalmente, rescata la crítica clásica del
capitalismo… (pp.25-26)
Del total de páginas de esta obra,
prácticamente la mitad de ellas se dirigen a exponer y fundamentar la
perspectiva epistémica restauradora señalada. No es fácil mantener la
lectura de esta parte, y ello no porque los argumentos sean sutiles y
diversos, sino al contrario, porque su simpleza probatoria incurre en
cansadoras reiteraciones de datos –especialmente demográficos, de
urbanización y de ciclos económicos– que estarían consignando el paso de
las distintas regiones del mundo a la modernidad, más allá de las
particularidades que ella registra en los hechos concretos.
Un buen hilo conductor del comentario al
libro de Riesco y de la crítica a que podemos someterlo, está dado por
la interpretación de la metáfora organicista que cruza su redacción: la
metáfora del parto, esto es, del nacimiento de un determinado ser vivo
devenido de la matriz histórico-cigótica de cada sociedad.
¿A qué alude el título del libro? Para
el autor, el siglo XX latinoamericano y de otras regiones que hasta no
hace mucho respondían a la apelación de Tercer Mundo, fue, en mayor o
menor grado y con sus respectivas connotaciones, el de la conformación
de realidades sociales y económicas que, en tal despliegue, no hicieron
sino responder a la cadencia civilizatoria que la modernización
capitalista estaba operando a nivel planetario desde épocas anteriores.
De este modo, el parto, con todas las complicaciones y malestares
que regularmente conlleva este proceso de alumbramiento (más si nos
atenemos al dictado bíblico), finalmente habría redundado (hacia
mediados del siglo XX) en la aparición de criaturas más o menos
rozagantes en salud y vitalidad. El retoño en cuestión, bautizado como Estado Desarrollista de Bienestar Social Latinoamericano,
habría sabido dar pan, techo, abrigo y educación a varias decenas de
millones de seres que, por su parte, de manera ingente y en cuanto
exigencia de la lógica de modernización que representaba la criatura, se
tuvieron que trasladar del campo a los centros urbanos (procesos
migratorios, urbanización) a fin de aportar, con sus brazos y cerebros, a
la producción industrial, nutriente esencial del nuevo vástago.
En un determinado momento –digamos, en
una fase de madurez de la especie Estado Desarrollista– el mocetón se
enfrentó a la necesidad de tener que dar adecuada respuesta ante las
energías y potencias que había acumulado so riesgo de ver frustradas sus
expectativas de mayor vitalidad y desarrollo (este trance habría
ocurrido en los años 60 y 80 del siglo pasado). Ahora bien, para nuestro
autor, el quid del desafío habría estado en la capacidad y
habilidad que los retoños tendrían que haber demostrado para pasar de
una etapa esencialmente estatista del desarrollo a otra donde el mercado
hubiese tenido mayor aparición y protagonismo. Así, sin tirar la guagua
junto con el agua de la bañera, el paso “natural” que correspondía al
Estado Desarrollista era el de incluir en su ser una nueva dimensión
exigida por su modernización: la dimensión de las relaciones
mercantilizadas en la sociedad. ¿Cuánto o qué debía ser este mercado?
¿Qué del Estado se trasladaría a la esfera privada? ¿Qué impacto tendría
esto sobre los Estados?, etc., son, entre otras, las preguntas que
Riesco no aborda al momento de sugerir lo que debía hacerse como paso
natural durante la segunda parte del siglo XX chileno y latinoamericano.
Lo que sí hace el economista es señalar
que el desafío fue, por lo general, muy mal resuelto, alterándose lo que
debió ser lo deseable y normal del cambio. ¿Por qué? Por el arribo del
neoliberalismo y su posterior canonización en el Consenso de Washington a
comienzos de los 90. Si bien en pocos casos la ofensiva neoliberal pudo
ser resistida (Cuba), modulada (México, Argentina, Brasil) o
rápidamente revertida (Venezuela, Bolivia), los resultados fueron
funestos y nadie, cual más cual menos, quedó libre de sus perjudiciales
efectos. En breve, lo que debió ser una prometedora adecuación del
Estado Desarrollista al mercado, devino desastre social e involución
para América Latina.
Pero aparte del neoliberalismo y su
triunfo regional (y mundial) ¿qué facilitó su adopción? Porque una cosa
es la tendencia general, pero otra bastante distinta es que la onda
fuese completamente aceptada y practicada. Obviamente, con relación a
este punto, Riesco intenta dar con una respuesta interna o “más propia”
de las sociedades receptoras, en especial de la chilena, la misma que
habiendo llevado a un estadio de apogeo el Estado Desarrollista, en
pocos años y de un “paraguazo” –golpe de estado mediante- viró,
convirtiéndose en la tierra de los fanáticos de Friedman y Hayek.
Echando mano a las tendencias perversas
de la historia, Riesco nos propone que el fervor neoliberal nacional se
debió al triunfo de su Estado Desarrollista. Delante de su éxito y en
vez de suscitar medidas conducentes a superarlo en su creatividad, halló
entre sus impulsores –los funcionarios estatales civiles y militares,
además de lo que había de empresariado nacional– a los principales
destructores de su obra. Estos, asociados a los restos de oligarquía
terrateniente, se unieron finalmente en un defensismo revanchista que
echó por la borda el desarrollismo. De esta suerte, las elites
dirigentes, habiendo caído en el marasmo y la confusión a comienzos de
los 70 –situación que, bajo la Unidad Popular, favoreció que algunos
quisieran incluso requisar y estatizar hasta las más modestas unidades
productivas– no vacilaron en pasarse a las filas de sus detractores,
haciéndose partícipes en la destrucción de la maquinaria productiva y de
servicios estatales y en su apropiación non sancta. No obstante
la acción contrarrevolucionaria golpista, que no puede ser desconocida
como factor de instauración del neoliberalismo en Chile, no deja de ser
relevante, en el argumento de Riesco, la indicación de las condiciones
de mentalidad expoliadora y oportunista que habrían subsistido en el ADN
de las elites del país, por muy progresistas y hasta de izquierdas que
algunos de estos grupos burocráticos se hayan manifestado, en particular
cuando el Estado Desarrollista que los formó convino a sus intereses.
Indudablemente que la fuerte reestructuración pro socialista que el
gobierno de Allende implicaba, no hizo sino catalizar las tendencias
privatistas de los detentores de los privilegios, tanto de los más
tradicionales con apellidos ilustres, como de la creciente caterva de
advenedizos de nuevos ricos.
A simple vista, no deja de resultar
atrayente la interpretación que nos ofrece Riesco sobre la presencia del
neoliberalismo en Chile. Dispone de un cierto fondo cultural que ha
sido poco abordado en nuestra historiografía y que, por tanto, espera
ser trabajado. Por cierto, involucra también una crítica a las hipótesis
políticas de la izquierda de antaño que postuló la existencia de una
cierta “burguesía nacional” como eventual aliada en las luchas por el
socialismo. Estos dos aspectos, son aristas que merecen ser acogidas.
Sin embargo, no son ellas las que por ahora me interesan. Desde una
postura más general, estimo que dicha interpretación no resulta
coherente con los postulados más amplios de Riesco. En efecto, si para
él Chile y parte importante del mundo están en algún punto más o menos
intermedio del camino hacia la modernización de sus estructuras, es
decir, desembarazándose aún de no pocos resabios del señorialismo, ¿por
qué suponer –como él lo hace- que el neoliberalismo es un momento
histórico negativo, una deformación dentro lo que debería ser un
trayecto “natural”? Y no es que seamos partidarios del neoliberalismo.
Al contrario. Simplemente presumo que su tratamiento histórico debe ser
enfrentado de otra manera.
Adelantemos que todo en el texto de
Riesco está dirigido a reinstalar en la programática política de la
izquierda que él representa, la comunista, la demiurgia estatal. A esto
lo llama Nuevo Desarrollismo Estatal Latinoamericano. Sabedor de
que esto no posee gran elaboración de su parte (y parece que en ninguna
parte, todavía), se afana por estimar que el Nuevo Desarrollismo ya está
en curso en varios países de la región (Argentina, Brasil, Uruguay,
Venezuela, Bolivia, Ecuador), de modo que es en tales experiencias donde
la versión chilena debería fijarse. Además, le agrega varias otras
finalidades bastante generales respecto a temas en boga: medio ambiente,
mayor regulación pública, integración regional, democracia. Con otra
vuelta de tuerca, prevé la necesaria presencia de espacios económicos de
mercado y de actuación privada, todo esto, como era de esperase, bajo
la tutela y orientación del poder público estatal. A su vez, tomando
distancia de la vieja narrativa de clases, Riesco propone como sujetos
de este cambio no ya a los trabajadores ni sus organizaciones, sino que
(nuevamente) a las camadas de funcionarios públicos y privados
(incluyendo a las FF.AA.), altamente calificados y dotados de una
conciencia o formación política funcional al nuevo estatismo.
Disponiendo de una visión idealizada del anterior desarrollismo (el de
la CORFO), Riesco solo ve en el acontecer de los años del último cuarto
del siglo pasado la despiadada destrucción de aquel pasado tan exultante
y rico en creación y progreso. Así vistas las cosas, lo sucedido en
Chile y otros lugares a partir de los años 70, no es sino el efecto de
poderes malignos y antihistóricos, una especie de paréntesis indeseable
que sólo podrá ser abatido volviéndose a un humus histórico que vio
nacer al buen desarrollismo.
Demos ahora respuesta a la pregunta del
final del penúltimo párrafo.
De haber sido consecuente con su idea de la
historia, Riesco debió haber tomado al neoliberalismo como una
experiencia acorde con los fines de la modernización que preconiza y no
rechazarla por pura conveniencia afín a su conservadurismo estatalista.
Incluso, hay ciertos párrafos en su discurso donde, de modo sibilino,
señala que en países como Chile o México, el Nuevo Desarrollismo de
apertura al mercado vería facilitada su acción a raíz de los adelantos
que en este sentido ha hecho el neoliberalismo. ¿En qué quedamos
entonces? Obviamente, el economista falla precisamente donde hoy más se
necesita: en la reflexión de la política y sus actuales bases
culturales. Es claro que en los pocos momentos en que su texto aborda a
este tema, sus palabras son en extremo pobres: no sabe cómo abordar la
problemática de los dependentistas de mediados del siglo pasado, y no
puede porque ello implica e implicaba una revisión del proceso histórico
de entonces, que cuestionaba el imperio unidireccional del capitalismo y
establecía diferencias fundamentales en las condiciones estructurales
de los países de Tercer Mundo. También se salta olímpicamente, con
frases de denostación que no hacen del esquematismo kondratievano un
factor de sus análisis políticos, fijándose (tal vez en exceso) en las
puras capacidades nacional-populares.
Últimamente, ha venido cobrando
notoriedad en la reflexión político-filosófica la utilidad/necesidad de
introducir en ella la dimensión teleológica. No es para nada un asunto
nuevo; ya en el linde de los siglos XIX-XX autores como Sorel o, más
cercanamente, Mariátegui, acudieron a ella realzando el valor del mito
en la historia, en especial de su rol para convocar y unificar al pueblo
en la tarea de reconstrucción desde sus bases de la cultura burguesa.
En nuestro medio, también Recabarren hizo de la escatología de redención
obrera el núcleo duro de su política; recientemente, Fernando Atria ha
repuesto su vigencia. El punto es que en todos estos casos, la propuesta
escatológica siempre ha fungido de ideario emancipador, donde la
perspectiva innovadora o revolucionaria es el pivote de la formulación.
No es ésta la situación de la visión de Riesco. Su exclusivo apego a
supuestas tendencias de largo plazo (no es de extrañar que en numerosos
artículos de su autoría sobre las crisis financieras en el primer mundo,
una y otra vez deje entrever que estamos ad portas del colapso
final del sistema) y su fe en que los países de mayor adelanto
modernizador son el faro para los que siguen atrás, lo tornan un epígono
bastante menor del marxismo. De esta suerte, su teleología es más bien
una parusía: la esperanza en la segunda venida del salvador Estado
Desarrollista, y no una apertura a las novedades que potencialmente se
fraguan en nuestra historia.
Nada en la historia ocurre porque debe
ser, nada está prescrito (sólo la insistencia en esta creencia es lo que
hace de los hechos históricos asuntos despreciables). Ni siquiera
podemos asumir que ciertas constantes que se den en la temporalidad (de
lo que se desprende la teoría de la modernización de Rostow)
corresponden a leyes. La historia siempre es una posibilidad a todo, aún
a las cosas menos deseadas. Y es esta posibilidad abierta (el abismo,
diría Heidegger) lo que funda la política y lo político, y será la
actuación de los hombres y mujeres implicados lo que dará expresión a su
materialidad. Pero esto nos lleva a otro tema que nada tiene que ver
con el texto de Riesco: la lucha por la hegemonía.
Manuel Loyola T. es Doctor en Estudios Americanos (IDEA-USACH) y editor de la Revista Izquierdas.
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