SEGUNDA ÉPOCA

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viernes, 19 de julio de 2013

Una mirada al mundo desde la izquierda de América Latina - Manuel Loyola, a propósito de un libro de Manuel Riesco

Manuel Riesco Larraín, Parto de un siglo. Una mirada al mundo desde la izquierda de América Latina, Editorial USACH, junio 2012, 447 pp.

Hace poco más de un año, el sello editorial de la Universidad de Santiago de Chile dio a conocer Parto de un siglo. Una mirada al mundo desde la izquierda de América Latina, escrito por el ingeniero marxista Manuel Riesco. Su libro viene a resumir o sintetizar ideas y perspectivas que desde hace al menos dos décadas el autor viene modulando respecto al significado de aspectos eminentes de la historia política chilena, en especial sobre el sentido que este pasado tendría en el contexto de la modernidad capitalista mundial. 

De esta suerte, nos enfrentamos a un intento de explicación y proyección que busca ligar nuestra particularidad con determinadas tendencias universales, propuesta que no deja de ser interesante y hasta cierto punto inédita, dado el provincianismo que aqueja a la mayor parte de nuestra producción académico-intelectual. Este marcado acento onanista es el que ha determinado la escasa repercusión (por no decir nula) que este libro ha tenido a nivel de comentarios, reacciones o notas de recensión. Esto no lo digo con relación a la prensa o la academia en general, sino respecto de aquellos medios y espacios de izquierdas de los cuales se esperaría, con algún nivel de interés, algún pronunciamiento sobre este texto. 

Obviamente, podemos estar pecando de redundancia al decir esto, pues, ni con éste ni con muchos otros libros existe en nuestro país una cultura de comentario y debate.

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Redactado desde la óptica de la economía política, esto es, desde una mirada analítica que pone en juego las características socio-culturales (técnicas) que estarían a la base de las relaciones de producción en una determinada sociedad o, más precisamente, en un específico período histórico de tal sociedad, el autor se esfuerza de manera constante por demostrar lo que a su juicio es la clave de bóveda del pasado nacional reciente (siglo XX) de América Latina y del conjunto de la humanidad: el tránsito modernizador de las estructuras agrario señoriales a las de tipo mercantil capitalistas. Echando mano a múltiples referencias de historiadores y economistas de matriz marxista (preferentemente anglosajones), Riesco conceptualiza el quehacer histórico mundial como tributario de tal movimiento legaliforme, al punto que aun aquellas manifestaciones que en algún momento del pasado se supusieron contrarias a su imperio –socialismo real y socialismo actual- no pueden sino ser entendidas, a la luz de hoy, como lo que efectivamente eran y siguen siendo: modalidades estatistas del citado curso modernizador de paso del tradicionalismo de base agraria a estructuras urbano-capitalistas. Así concebidas las cosas, la hipótesis dispone de una vocación temporal y ontológica totalizante, pues no solo permitiría proponer una comprensión para la superación de la confusión y ruina de la promesa socialista quebrada a fines del siglo pasado, sino, mejor aún, restituir el historicismo hegeliano-marxista asentado en la escatología que hace de los actos humanos signos necesarios de un fin inscrito en su propia lógica finalística o teleológica. 

Dejemos que sea el propio autor quien nos grafique el punto:

 El súbito término de los regímenes comunistas, seguido por la emergencia de gigantescas potencias económicas que están socavando en forma acelerada la hegemonía de los hasta ahora llamados países desarrollados, plantea, a una humanidad atónita, el imperativo de volver a examinar la historia del siglo XX (…). La comprensión de este fenómeno requiere una conceptualización nueva acerca de la naturaleza de las revoluciones del siglo pasado. Hasta ese momento, sus actores y observadores –tanto partidarios como críticos– en todo el mundo, estuvieron convencidos que representaban lo que la primera de ellas reclamó ser: la vía de superación del régimen capitalista. Asimismo, requiere apreciar, en una perspectiva distinta, el proceso de advenimiento de este último a nivel global. Lejos de haberse completado en la Revolución Francesa y la Revolución Industrial inglesa del siglo XIX, aparece hoy recién a medio camino, a nivel planetario (…). Resolver la paradoja de la culminación de los procesos iniciados por las revoluciones socialistas del siglo XX en acelerados tránsitos al capitalismo, implica, necesariamente, ampliar el espacio teórico delimitado por los conceptos que tradicionalmente se han manejado al respecto. De lo contrario, no es posible resolver el dilema.

La hipótesis que se plantea en este libro, es que el carácter de las revoluciones socialistas del siglo XX no habría sido en realidad anticapitalista. A despecho de los deseos y programas de sus actores y los temores de sus enemigos. Tuvieron, en cambio, una naturaleza similar a las revoluciones del siglo XIX. Esto es, se inscribieron en el proceso de transición de la vieja sociedad agraria a la modernidad capitalista. Este proceso continúa en pleno desarrollo a nivel mundial y está alcanzando su clímax al iniciarse el siglo XXI. Corresponde a lo que Marx denominó acumulación originaria del capital. Es decir, las transformaciones sociales requeridas para que el moderno capitalismo pueda funcionar por sus propios medios, en una región determinada.

Se invita al lector a aceptar tentativamente esta hipótesis, ya que se intentará mostrar que ésta permite comprender los principales fenómenos que tienen lugar en la actualidad, especialmente la emergencia del mundo hasta ayer subdesarrollado. Asimismo, aprecia la caída de los regímenes socialistas tanto en su unidad como en su ruptura con los procesos revolucionarios y de transformación que les antecedieron en esos mismos países. Posibilita, también, reivindicar su carácter progresista y, [en] definitiva, exitoso, aunque hayan culminado en la dirección contraria a la proclamada por ellos. Finalmente, rescata la crítica clásica del capitalismo… (pp.25-26)

Del total de páginas de esta obra, prácticamente la mitad de ellas se dirigen a exponer y fundamentar la perspectiva epistémica restauradora señalada. No es fácil mantener la lectura de esta parte, y ello no porque los argumentos sean sutiles y diversos, sino al contrario, porque su simpleza probatoria incurre en cansadoras reiteraciones de datos –especialmente demográficos, de urbanización y de ciclos económicos– que estarían consignando el paso de las distintas regiones del mundo a la modernidad, más allá de las particularidades que ella registra en los hechos concretos.

Un buen hilo conductor del comentario al libro de Riesco y de la crítica a que podemos someterlo, está dado por la interpretación de la metáfora organicista que cruza su redacción: la metáfora del parto, esto es, del nacimiento de un determinado ser vivo devenido de la matriz histórico-cigótica de cada sociedad.

¿A qué alude el título del libro? Para el autor, el siglo XX latinoamericano y de otras regiones que hasta no hace mucho respondían a la apelación de Tercer Mundo, fue, en mayor o menor grado y con sus respectivas connotaciones, el de la conformación de realidades sociales y económicas que, en tal despliegue, no hicieron sino responder a la cadencia civilizatoria que la modernización capitalista estaba operando a nivel planetario desde épocas anteriores. De este modo, el parto, con todas las complicaciones y malestares que regularmente conlleva este proceso de alumbramiento (más si nos atenemos al dictado bíblico), finalmente habría redundado (hacia mediados del siglo XX) en la aparición de criaturas más o menos rozagantes en salud y vitalidad. El retoño en cuestión, bautizado como Estado Desarrollista de Bienestar Social Latinoamericano, habría sabido dar pan, techo, abrigo y educación a varias decenas de millones de seres que, por su parte, de manera ingente y en cuanto exigencia de la lógica de modernización que representaba la criatura, se tuvieron que trasladar del campo a los centros urbanos (procesos migratorios, urbanización) a fin de aportar, con sus brazos y cerebros, a la producción industrial, nutriente esencial del nuevo vástago.

En un determinado momento –digamos, en una fase de madurez de la especie Estado Desarrollista– el mocetón se enfrentó a la necesidad de tener que dar adecuada respuesta ante las energías y potencias que había acumulado so riesgo de ver frustradas sus expectativas de mayor vitalidad y desarrollo (este trance habría ocurrido en los años 60 y 80 del siglo pasado). Ahora bien, para nuestro autor, el quid del desafío habría estado en la capacidad y habilidad que los retoños tendrían que haber demostrado para pasar de una etapa esencialmente estatista del desarrollo a otra donde el mercado hubiese tenido mayor aparición y protagonismo. Así, sin tirar la guagua junto con el agua de la bañera, el paso “natural” que correspondía al Estado Desarrollista era el de incluir en su ser una nueva dimensión exigida por su modernización: la dimensión de las relaciones mercantilizadas en la sociedad. ¿Cuánto o qué debía ser este mercado? ¿Qué del Estado se trasladaría a la esfera privada? ¿Qué impacto tendría esto sobre los Estados?, etc., son, entre otras, las preguntas que Riesco no aborda al momento de sugerir lo que debía hacerse como paso natural durante la segunda parte del siglo XX chileno y latinoamericano.

Lo que sí hace el economista es señalar que el desafío fue, por lo general, muy mal resuelto, alterándose lo que debió ser lo deseable y normal del cambio. ¿Por qué? Por el arribo del neoliberalismo y su posterior canonización en el Consenso de Washington a comienzos de los 90. Si bien en pocos casos la ofensiva neoliberal pudo ser resistida (Cuba), modulada (México, Argentina, Brasil) o rápidamente revertida (Venezuela, Bolivia), los resultados fueron funestos y nadie, cual más cual menos, quedó libre de sus perjudiciales efectos. En breve, lo que debió ser una prometedora adecuación del Estado Desarrollista al mercado, devino desastre social e involución para América Latina.

Pero aparte del neoliberalismo y su triunfo regional (y mundial) ¿qué facilitó su adopción? Porque una cosa es la tendencia general, pero otra bastante distinta es que la onda fuese completamente aceptada y practicada. Obviamente, con relación a este punto, Riesco intenta dar con una respuesta interna o “más propia” de las sociedades receptoras, en especial de la chilena, la misma que habiendo llevado a un estadio de apogeo el Estado Desarrollista, en pocos años y de un “paraguazo” –golpe de estado mediante- viró, convirtiéndose en la tierra de los fanáticos de Friedman y Hayek.

Echando mano a las tendencias perversas de la historia, Riesco nos propone que el fervor neoliberal nacional se debió al triunfo de su Estado Desarrollista. Delante de su éxito y en vez de suscitar medidas conducentes a superarlo en su creatividad, halló entre sus impulsores –los funcionarios estatales civiles y militares, además de lo que había de empresariado nacional– a los principales destructores de su obra. Estos, asociados a los restos de oligarquía terrateniente, se unieron finalmente en un defensismo revanchista que echó por la borda el desarrollismo. De esta suerte, las elites dirigentes, habiendo caído en el marasmo y la confusión a comienzos de los 70     –situación que, bajo la Unidad Popular, favoreció que algunos quisieran incluso requisar y estatizar hasta las más modestas unidades productivas– no vacilaron en pasarse a las filas de sus detractores, haciéndose partícipes en la destrucción de la maquinaria productiva y de servicios estatales y en su apropiación non sancta. No obstante la acción contrarrevolucionaria golpista, que no puede ser desconocida como factor de instauración del neoliberalismo en Chile, no deja de ser relevante, en el argumento de Riesco, la indicación de las condiciones de mentalidad expoliadora y oportunista que habrían subsistido en el ADN de las elites del país, por muy progresistas y hasta de izquierdas que algunos de estos grupos burocráticos se hayan manifestado, en particular cuando el Estado Desarrollista que los formó convino a sus intereses. Indudablemente que la fuerte reestructuración pro socialista que el gobierno de Allende implicaba, no hizo sino catalizar las tendencias privatistas de los detentores de los privilegios, tanto de los más tradicionales con apellidos ilustres, como de la creciente caterva de advenedizos de nuevos ricos.

A simple vista, no deja de resultar atrayente la interpretación que nos ofrece Riesco sobre la presencia del neoliberalismo en Chile. Dispone de un cierto fondo cultural que ha sido poco abordado en nuestra historiografía y que, por tanto, espera ser trabajado. Por cierto, involucra también una crítica a las hipótesis políticas de la izquierda de antaño que postuló la existencia de una cierta “burguesía nacional” como eventual aliada en las luchas por el socialismo. Estos dos aspectos, son aristas que merecen ser acogidas. Sin embargo, no son ellas las que por ahora me interesan. Desde una postura más general, estimo que dicha interpretación no resulta coherente con los postulados más amplios de Riesco. En efecto, si para él Chile y parte importante del mundo están en algún punto más o menos intermedio del camino hacia la modernización de sus estructuras, es decir, desembarazándose aún de no pocos resabios del señorialismo, ¿por qué suponer –como él lo hace- que el neoliberalismo es un momento histórico negativo, una deformación dentro lo que debería ser un trayecto “natural”? Y no es que seamos partidarios del neoliberalismo. Al contrario. Simplemente presumo que su tratamiento histórico debe ser enfrentado de otra manera.

Adelantemos que todo en el texto de Riesco está dirigido a reinstalar en la programática política de la izquierda que él representa, la comunista, la demiurgia estatal. A esto lo llama Nuevo Desarrollismo Estatal Latinoamericano. Sabedor de que esto no posee gran elaboración de su parte (y parece que en ninguna parte, todavía), se afana por estimar que el Nuevo Desarrollismo ya está en curso en varios países de la región (Argentina, Brasil, Uruguay, Venezuela, Bolivia, Ecuador), de modo que es en tales experiencias donde la versión chilena debería fijarse. Además, le agrega varias otras finalidades bastante generales respecto a temas en boga: medio ambiente, mayor regulación pública, integración regional, democracia. Con otra vuelta de tuerca, prevé la necesaria presencia de espacios económicos de mercado y de actuación privada, todo esto, como era de esperase, bajo la tutela y orientación del poder público estatal. A su vez, tomando distancia de la vieja narrativa de clases, Riesco propone como sujetos de este cambio no ya a los trabajadores ni sus organizaciones, sino que (nuevamente) a las camadas de funcionarios públicos y privados (incluyendo a las FF.AA.), altamente calificados y dotados de una conciencia o formación política funcional al nuevo estatismo. Disponiendo de una visión idealizada del anterior desarrollismo (el de la CORFO), Riesco solo ve en el acontecer de los años del último cuarto del siglo pasado la despiadada destrucción de aquel pasado tan exultante y rico en creación y progreso. Así vistas las cosas, lo sucedido en Chile y otros lugares a partir de los años 70, no es sino el efecto de poderes malignos y antihistóricos, una especie de paréntesis indeseable que sólo podrá ser abatido volviéndose a un humus histórico que vio nacer al buen desarrollismo.

Demos ahora respuesta a la pregunta del final del penúltimo párrafo. 

De haber sido consecuente con su idea de la historia, Riesco debió haber tomado al neoliberalismo como una experiencia acorde con los fines de la modernización que preconiza y no rechazarla por pura conveniencia afín a su conservadurismo estatalista. Incluso, hay ciertos párrafos en su discurso donde, de modo sibilino, señala que en países como Chile o México, el Nuevo Desarrollismo de apertura al mercado vería facilitada su acción a raíz de los adelantos que en este sentido ha hecho el neoliberalismo. ¿En qué quedamos entonces? Obviamente, el economista falla precisamente donde hoy más se necesita: en la reflexión de la política y sus actuales bases culturales. Es claro que en los pocos momentos en que su texto aborda a este tema, sus palabras son en extremo pobres: no sabe cómo abordar la problemática de los dependentistas de mediados del siglo pasado, y no puede porque ello implica e implicaba una revisión del proceso histórico de entonces, que cuestionaba el imperio unidireccional del capitalismo y establecía diferencias fundamentales en las condiciones estructurales de los países de Tercer Mundo. También se salta olímpicamente, con frases de denostación que no hacen del esquematismo kondratievano un factor de sus análisis políticos, fijándose (tal vez en exceso) en las puras capacidades nacional-populares.

Últimamente, ha venido cobrando notoriedad en la reflexión político-filosófica la utilidad/necesidad de introducir en ella la dimensión teleológica. No es para nada un asunto nuevo; ya en el linde de los siglos XIX-XX autores como Sorel o, más cercanamente, Mariátegui, acudieron a ella realzando el valor del mito en la historia, en especial de su rol para convocar y unificar al pueblo en la tarea de reconstrucción desde sus bases de la cultura burguesa. En nuestro medio, también Recabarren hizo de la escatología de redención obrera el núcleo duro de su política; recientemente, Fernando Atria ha repuesto su vigencia. El punto es que en todos estos casos, la propuesta escatológica siempre ha fungido de ideario emancipador, donde la perspectiva innovadora o revolucionaria es el pivote de la formulación. No es ésta la situación de la visión de Riesco. Su exclusivo apego a supuestas tendencias de largo plazo (no es de extrañar que en numerosos artículos de su autoría sobre las crisis financieras en el primer mundo, una y otra vez deje entrever que estamos ad portas del colapso final del sistema) y su fe en que los países de mayor adelanto modernizador son el faro para los que siguen atrás, lo tornan un epígono bastante menor del marxismo. De esta suerte, su teleología es más bien una parusía: la esperanza en la segunda venida del salvador Estado Desarrollista, y no una apertura a las novedades que potencialmente se fraguan en nuestra historia.

Nada en la historia ocurre porque debe ser, nada está prescrito (sólo la insistencia en esta creencia es lo que hace de los hechos históricos asuntos despreciables). Ni siquiera podemos asumir que ciertas constantes que se den en la temporalidad (de lo que se desprende la teoría de la modernización de Rostow) corresponden a leyes. La historia siempre es una posibilidad a todo, aún a las cosas menos deseadas. Y es esta posibilidad abierta (el abismo, diría Heidegger) lo que funda la política y lo político, y será la actuación de los hombres y mujeres implicados lo que dará expresión a su materialidad. Pero esto nos lleva a otro tema que nada tiene que ver con el texto de Riesco: la lucha por la hegemonía.

Manuel Loyola T. es Doctor en Estudios Americanos (IDEA-USACH) y editor de la Revista Izquierdas.

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