“Algo que los expertos saben, y que los no-expertos ignoran, es que la extensión de los
conocimientos de los expertos es más limitada que lo que piensan los no-expertos.”
conocimientos de los expertos es más limitada que lo que piensan los no-expertos.”
Kaushik Basu, economista jefe del Banco Mundial.
Cada
vez que tienen un candidato al alcance de la mano, los periodistas
carentes de imaginación cacarean la misma pregunta: “¿Cuánto marca en
las encuestas?” Las encuestas aparecen como criterio de la verdad
absoluta, suelen ser el fundamento de las esperanzas de unos y de las
decepciones de otros, la brújula de ciertas decisiones políticas y la
recurrente muleta del periodismo obediente. Ahora bien… ¿Qué valen las
encuestas?
El
término artefacto designa un fenómeno creado por las condiciones
experimentales, un efecto indeseable, un parásito. Se trata de un
fenómeno, o señal artificial, cuya aparición está ligada al método
utilizado en una experiencia, y que provoca un error de análisis. En
metrología y en meteorología de radar, un artefacto es una señal
aberrante ligada a las condiciones de la medida efectuada.
Las
encuestas son un artefacto estadístico, y los sociólogos lo saben. Los
matemáticos también. Lo que no le impide a unos y otros producir
artefactos estadísticos a profusión, las más de las veces a título
oneroso. A tal punto que el que paga la encuesta suele determinar el
resultado ANTES de que se realice lo que apenas me atrevo a llamar
“estudio”.
Si
la economía es un terreno de predilección de las estadísticas, es decir
de la deformación, la transformación y la transmutación de la realidad
con fines políticos, la actividad política es una generosa fuente de
ingresos para los institutos de estudios de opinión. Por eso abundan las
encuestas y los encuestadores.
A
priori, una encuesta busca determinar el estado de la opinión pública
con relación a un candidato, a alguna propuesta programática, a un
proyecto o a una idea. Para realizar la encuesta es preciso determinar
el universo del cual se desea conocer las intenciones, o la opinión. En
el caso de las encuestas presidenciales, la población cuya opinión se
desea sondear son los más de doce millones de electores que,
potencialmente, ejercerán su derecho a voto.
Por
razones de costo, la encuesta concierne una “muestra” que reúne un
reducido número de miembros de la población. Mientras más pequeña es la
“muestra”, más imprecisos son los resultados. Aumentar el tamaño de la
“muestra” mejora progresivamente la precisión, y una “muestra” que
alcanzase la dimensión del universo debiese tener una precisión del
100%.
Como
quiera que sea, las “muestras” utilizadas raramente van más allá de un
millar de individuos. A ese nivel se estima que se obtiene un “intervalo
de confianza” satisfactorio, es decir una precisión útil para los
objetivos del estudio realizado. Poco importa que un intervalo de
confianza “satisfactorio” de más o menos un 5% (o sea un abanico de 10%)
admita el triunfo de uno u otro candidato en la segunda vuelta, dado lo
cual sería más honrado decir “No tengo una pijotera idea de quién va a
ganar”.
En
todo caso, la calidad de una muestra está ligada a su capacidad de ser
el fiel reflejo de toda la población objeto del estudio. Se habla
entonces de una “muestra representativa”. Aquí comienzan los problemas.
¿Qué es una “muestra representativa”?
Las
opiniones divergen al punto que hay especialistas que niegan la simple
posibilidad de definir una “muestra representativa”. Normas tan
reputadas como AFNOR o ISO, simplemente ignoran hasta la definición de
lo que puede considerarse “muestra representativa”.
“Antes
de hablar de representatividad se debe definir la noción de población,
de muestreo de esa población, y finalmente de muestra de esa población”.
“Una población de dimensión finita se define como un conjunto de
unidades separadas que pueden ser indexadas por los N primeros enteros y
representada por:
{ , 1,..., } i P = u i = N sin distinción de orden”.
(“Echantillon representatif d’une population finie: définition statistique et propiétés”. Léo Gerville-Réache (1-2). Vincent Couallier (1-2) & Nicolas Paris (3). 1) Université de Bordeaux-II. 2) CNRS, UMR 5251. 3) Optima-Europe, Mérignac. France).
{ , 1,..., } i P = u i = N sin distinción de orden”.
(“Echantillon representatif d’une population finie: définition statistique et propiétés”. Léo Gerville-Réache (1-2). Vincent Couallier (1-2) & Nicolas Paris (3). 1) Université de Bordeaux-II. 2) CNRS, UMR 5251. 3) Optima-Europe, Mérignac. France).
Sin
perderse en la jerga matemática, esto significa que es necesario
conocer la población en modo tal que todas y cada una de las unidades
que la componen puedan tener la posibilidad de ser elegidas para formar
parte de la “muestra”. Es fácil comprender que no se puede construir una
muestra a partir de una población desconocida.
Es
aquí donde entra el SERVEL, que confiesa –entre otros– que en el padrón
oficial hay 600 mil electores muertos y que le es imposible eliminarlos
de las listas electorales por razones que, si bien ponen en evidencia
su incuria, su incompetencia o su impreparación, no vienen al caso. Lo
claro es que si el universo o población a estudiar por métodos
estadísticos es desconocida, o imperfectamente conocida, no se cumple la
condición primera para la construcción de una “muestra representativa”.
Uno
se dice que la ágil empresa encuestadora podría filtrar el padrón,
eliminar los individuos que no cumplen con la elemental exigencia de
estar en vida, “pulir” el universo. Aceptar este principio equivale a
aceptar que dicha empresa pueda manipular el universo en estudio a
partir de vaya uno a saber qué criterios: el estar muerto no es la única
causa por la que un elector inscrito debe ser dado de baja.
A
contrario, uno puede suponer que la inscripción automática pudo haber
ignorado la inscripción de un cierto número de electores que sí debiesen
estar en el padrón, o que los puso en una Comuna errada, etc., y que
conviene rectificar esos errores.
Pasemos
por alto que Juan Emilio Cheyre, presidente del Consejo Directivo del
SERVEL, ignora la diferencia entre un voto válido y un voto nulo –a su
juicio habría que preguntarle al SERVEL (sic)– y preguntémonos de qué
diablos sirve el organismo encargado de velar por el correcto
funcionamiento de uno de los principales ejercicios democráticos: el
voto.
Entretanto
hagamos como en el cuento del murciélago (“finalmente el murciélago
logró encontrar la clave para abrir la puerta del edificio…”), aceptemos
que el universo es conocido, que está convenientemente listado,
identificado, indexado, etc., y que la eminente empresa de estudios de
opinión puede proceder a construir la “muestra representativa”.
Para
ello es necesario definir un método de muestreo, o sea un algoritmo
(una fórmula matemática) que permita, sin ambigüedades, crear una
muestra. Dicho en cristiano, cómo se determina a quién le toca, y a
quién no.
La
representatividad de una muestra no puede ser considerada sino en
términos de la calidad de una muestra proveniente de un método de
muestreo dado. Es pues el método de muestreo elegido el que le dará a la
muestra su calidad de representatividad.
Si
la calidad de la muestra depende de la elección de un método ¿Puede
hablarse de objetividad? ¿Podemos preguntarnos si un determinado método
de muestreo orienta los resultados obtenidos en un sentido o en otro?
Sí, podemos. Hay quienes van aún más lejos.
Para
Yves Tillé (2001) “El concepto de representatividad está tan
prostituido que es portador de numerosas ambivalencias. Esta noción, de
orden esencialmente intuitivo, no sólo es sumaria sino también falsa, y
en muchos aspectos está invalidada por la teoría”.
Para
Jean Vaillant (2005) “La definición de muestra representativa difiere
según que el plan de muestreo es probabilista o no probabilista:
•
Un plan probabilista suministra una muestra representativa si cada
individuo de la población tiene una probabilidad conocida y no nula de
ser incluido en la muestra.
•
Un plan no probabilista suministra una muestra representativa si la
estructura de la muestra, para ciertas variables clave, es similar a la
de la población objeto del estudio. Por ejemplo, se puede querer
construir una muestra para la cual las proporciones de categorías de
individuos sean similares en la muestra a las que contiene la población
estudiada (principio del método de las “cuotas”).”
Aquí el tema se pone interesante, cachondo y rumboso, ya vas a ver.
Si
decidimos utilizar un método probabilista, tenemos que encontrar una
fórmula que le de a cada individuo la misma probabilidad de ser incluido
en la muestra. Como se trata de un método aleatorio, teóricamente la
“muestra representativa” podría contener sólo mujeres, o solo hombres,
sólo rubias o sólo morenas, o sólo individuos mayores de 65 años, o
menores de 20. Nada garantiza que la estructura de la muestra
representativa –según el criterio probabilista– deba guardar alguna
relación con la estructura de la población estudiada.
De
tal manera que, a título de ejemplo, pudiésemos obtener una muestra en
la que no haya ningún elector del norte, o ninguno de la Región
Metropolitana. La “muestra representativa” pudiese estar constituida
solo de pobres, o de ricos, o de “personas en situación de calle”, y
habida cuenta del padrón del SERVEL, sólo de electores fallecidos.
Si
por el contrario, el método elegido obedece a criterios no
probabilistas y se funda en el principio del método de las cuotas, habrá
que determinar cuales son las variables clave que hay que tomar en
cuenta para que la “muestra representativa” contenga la proporción que
corresponde a la existente en la población objeto del estudio.
¿Quién y cómo determina cuales son esas variables? Buena pregunta.
Tratándose
de una encuesta que busca determinar la probable votación que obtendrá
tal o cual candidato, la cantidad de variables es significativa: edad,
nivel de educación, categoría socio-profesional, nivel de ingresos,
preferencias sexuales, orientación filosófica, estado civil, sector
económico en el que se gana la vida (público o privado, industrial,
comercial, agrícola, servicios, marítimo...), región en la que habita,
dimensión de la ciudad o pueblo en el que habita, barrio en el que tiene
domicilio, deporte que practica, etc., etc.
Una
vez más henos aquí confrontados a decisiones de carácter subjetivo que
los sociólogos más serios intentan objetivar en modo de no “sesgar” la
construcción de la “muestra representativa”. ¿Lo logran? Eso es otro
cuento.
Llegados
a este punto nos vemos obligados, una vez más, a copiar el cuento y
aceptar que el murciélago logró entrar en el ascensor y pulsar el botón
del piso en que vivimos… Obtuvimos una “muestra representativa”, sin
sesgos, la objetividad pura.
Para
interrogar a los individuos que conforman nuestra muestra tenemos que
definir las preguntas a las que serán sometidos. Y nos encontramos con
un obstáculo que las empresas de estudios de opinión salvan con una
sorprendente agilidad: ¿hacemos preguntas abiertas o cerradas?
Una
pregunta abierta tiene la ventaja de dejarle plena libertad al
entrevistado para que nos entregue su verdadera opinión. Por ejemplo:
“¿Qué tipo de comida le gusta?” La dificultad estriba en que ese tipo de
respuesta, si es rica en información, es difícilmente computable.
De ahí que el fabricante de encuestas prefiera las preguntas cerradas:
¿Qué tipo de comida prefiere?
A: comida chatarra
B: comida casera
A: comida chatarra
B: comida casera
Las
posibilidades se limitan a dos, el entrevistado sólo tiene que marcar
una preferencia. En el ejemplo vemos claramente que la forma de la
pregunta tiene un sesgo evidente en contra de la llamada “fast food”.
Para ser objetivos y evitar el “sesgo” habría que ofrecer dos respuestas
aparentemente neutras, de tipo:
¿Qué tipo de comida prefiere?
A: comida rápida
B: comida casera
A: comida rápida
B: comida casera
Digo
“aparentemente neutras” porque limitar las respuestas a dos, deja
afuera una enorme gama de comidas que no están incluidas en ninguna de
las dos categorías. El entrevistado es guiado hacia las respuestas que
le interesan al fabricante de encuestas.
Del
mismo modo, realizar una encuesta omitiendo algunos candidatos, o
entrevistar sólo a individuos que tienen más posibilidades de conocer a
un determinado candidato, o de simpatizar más con uno que con otro, es
una forma de orientar o sesgar las respuestas. Para no hablar de
preguntas que conciernen un evento ficticio: “Si las elecciones fuesen
mañana…”, o bien, “Si los dos candidatos de la segunda vuelta fuesen...”
En ambos casos el fabricante de encuestas construye el fenómeno que
“estudia”.
Otro
elemento perturbador tiene que ver con preguntas que el entrevistado
puede considerar atentatorias a su privacidad, o a la consideración que
tiene de sí mismo:
“¿Cuáles son sus preferencias políticas?
A: el fascismo
B: el comunismo
C: el liberalismo”
A: el fascismo
B: el comunismo
C: el liberalismo”
“Ud. se considera:
A: rico
B: pobre
C: clase media”
(es sabido que en Chile, con la notable excepción de los Luksic y un par de “personas en situación de calle”, todos somos clase media…)
A: rico
B: pobre
C: clase media”
(es sabido que en Chile, con la notable excepción de los Luksic y un par de “personas en situación de calle”, todos somos clase media…)
O bien preguntas que pueden ofender el pudor del entrevistado, tales como:
“¿Usa condones?
A: sólo con mi amante
B: en las relaciones ocasionales
C: con mi esposa, mis amantes y mis relaciones ocasionales”
A: sólo con mi amante
B: en las relaciones ocasionales
C: con mi esposa, mis amantes y mis relaciones ocasionales”
O bien,
“¿Ha cometido adulterio?
A: frecuentemente
B: de vez en cuando
C: sólo con personas del sexo opuesto”
A: frecuentemente
B: de vez en cuando
C: sólo con personas del sexo opuesto”
Un
experimentado fabricante de encuestas sabe que tiene que poner ese tipo
de preguntas en la forma más neutra posible, facilitándole al
entrevistado la posibilidad de una respuesta, pero encasillándole de
todos modos en las respuestas que él mismo fabrica y acota.
Otra dificultad se presenta cuando la entrevista trata temas que probablemente el entrevistado no domina:
“¿Qué piensa de la evolución del spread aplicado a la compra de deuda soberana en los países emergentes?”
Estimar
que los individuos que conforman una muestra (y por ende la población
objeto del estudio) son cretinos, subnormales, asopados o un pelín
limitados, es una condición sine-qua-non para ser fabricante de
encuestas.
A
este punto el murciélago del cuento llegó al piso en que vivimos,
identificó la puerta de nuestro apartamento, y se apresta a tocar a
nuestro timbre…
Disponemos
de una serie de preguntas no sesgadas, y un ejército de encuestadores
aborda todos y cada uno de los individuos de la “muestra
representativa”, por teléfono, o en entrevista presencial, les somete al
cuestionario “libre de sesgos”, y anota cuidadosamente las respuestas.
¿Todo bien? No.
Un
porcentaje significativo de entrevistados rehúsa responder, y algunos
fabricantes de encuestas clasifican esa reacción en: “No sabe”, “No
opina” o “No responde”. Pero se cuidan mucho de explicitar en las
conclusiones de sus estudios de opinión cuántos entrevistados rechazaron
responder y se atrincheraron en un mutismo que les es incomprensible,
inútil y dañino.
De
entrada, los refractarios reducen el tamaño de la “muestra
representativa”, y por vía de consecuencia reducen el intervalo de
confianza de los artefactos estadísticos, admitiendo que se pueda hablar
de “confianza” cuando se trata de encuestas y de estadísticas.
Otras
perturbaciones conocidas (p. ej. la vergüenza que le provoca a ciertos
electores admitir que votan por un fascista o por Escalona, o el temor
–fundado o infundado– de sufrir represalias en virtud de su voto),
llevan a los fabricantes de encuestas a introducir en sus cálculos
algunos elementos de corrección, que vienen a ponderar las cifras
obtenidas con el propósito de acercarse más a la verdad, minimizar las
aberraciones, etc.
Cada
empresa de estudios de opinión tiene sus propios métodos para ponderar
tales o cuales cifras, determina sus propios índices correctores de
tales o cuales respuestas, o para decirlo de un modo más próximo a lo
que hacen realmente, chamulla como le da la real gana.
No
sé si Winston Churchill conocía todo lo que aquí he contado, en todo
caso pronunció alguna vez una frase para el bronce: “Yo creo en las
estadísticas sólo cuando las falsifico yo mismo”.
En
cuanto a la pretensión de analizar y dar cuenta de la opinión pública,
el gran intelectual francés Pierre Bourdieu escribió una sentencia
cáustica y definitiva: “La opinión pública no existe”.
Cuando
un periodista le pregunte a un candidato, “¿Cuánto marca en las
encuestas?”, recuerda lo que aquí he resumido en pocas líneas, y ten
presente que el verdadero propósito de los institutos de estudio de la
opinión pública es decirnos lo que pensamos, antes de decirnos lo que
debemos pensar.
Si
quienes los pagan no estuviesen convencidos de que los sondeos de
opinión sirven para manipular las percepciones de los ciudadanos, los
institutos como el CEP y similares no existirían. Su fondo de comercio
es siempre el mismo: una pretendida cientificidad que se vende y se
compra para respaldar argumentos falaces disfrazados con los
perendengues de la “experticia”.
Palabra de experto.
Luis Casado
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