Hagamos la cuenta que en esta estación de trenes que es la vida nos subimos al tren del presente, un tren alocado que corre a toda velocidad, que parece poder descarrillar en medio de la desaforada locura desordenada de los hechos en los que nos sumergimos. El tren del presente avanza siempre a velocidades prohibidas, atraviesa las esquinas de las desgracias y las crisis con luz roja y ningún código del tránsito humano podría detenerlo.
Hay quienes se suben al tren del presente y aprovechan a bajarse en la estación del pasado impulsados y movidos por esa insoportable nostalgia de lo que fue, de lo que podría haber sido, de lo que pudo ser y no fue. Cuantos pasajeros del tren del presente, se bajan en el pasado y se quedan estacionados en el tiempo que ya transcurrió y olvidan comprar un pasaje de regreso.
Otros, deseosos de permanecer en lo que tienen y en lo que creen que son, se quedan en la estación del presente y tratan de vivir el presente como si no hubiera porvenir, como si mañana fuera incierto. Viven en la pequeña redondez cerrada del presente, porque le tienen miedo a lo que viene después y a salir del cascarón de lo cotidiano.
Pero están también los que cada mañana, van a la estación de trenes de la vida, y compran pasaje a lo que viene y se bajan en la estación del futuro. Se van al futuro sin olvidar el pasado y sin desconocer el presente. Viajan siempre en el insólito vagón de la imaginación, en el carro de la reflexión, de la audacia de la razón y abordan el futuro con confianza, con voluntad, con concencia lúcida, para intentar ver lo que vendrá y adelantarse a lo que otros todavía no ven.
Los que abordamos cada día el ferrocarril del presente en dirección del futuro, sabemos que el futuro es la mejor parte de nuestras vidas y lo más fascinante que nos queda por vivir.
Manuel Luis Rodríguez U.
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